La crisis del COVID-19 nos ha ayudado a reflexionar y entender la naturaleza real de nuestro modelo productivo y de consumo. Las largas colas de personas con mascarilla para comprar alimentos y artículos de primera necesidad en los supermercados y la organización de los pequeños productores en Internet son dos fenómenos que ofrecen una muy buena ilustración de la verdadera naturaleza del modelo alimentario actual.
Por un lado, las grandes cadenas comerciales han contado con todas las ayudas en la distribución de sus productos, mientras que, por otro, los pequeños productores han tropezado con muchas dificultades para gestionar su distribución habitual, puesto que los mercados agroecológicos de muchas ciudades no pudieron abrir. Durante unos días se prohibió incluso el acceso a los huertos, lo que supuso que las personas autosuficientes o los pequeños productores sufrieran una grave discriminación para acceder a sus propios productos. Pese a eso, y gracias a las quejas de muchas personas a nivel individual y colectiva, finalmente logramos que se retirara la medida.
Paralelamente, algunos consumidores han descubierto productores locales y ecológicos durante el cierre y han cambiado algunos de sus hábitos de consumo. Si bien este hecho es relevante, necesita el apoyo de medidas más estructurales para promover un cambio efectivo y repensar el modelo alimentario. Aquí es donde entran en juego las políticas públicas, ya que no es posible promover el consumo de alimentos basado en la soberanía alimentaria sin crear filtros que reduzcan el impacto del actual modelo dominante.
No obstante, pese a que el bloqueo ha brindado la oportunidad de discutir la necesidad de acelerar la transición hacia unos sistemas alimentarios locales, nutritivos, sostenibles y justos mientras se pone en práctica a nivel de consumo. En este momento de sensibilización, debemos trabajar para favorecer un cambio de escala en cuanto a nuestra manera de consumir para que sea más consciente y responsable.
El público tiene cada vez más información sobre los elementos que determinan el consumo de alimentos, no solo en relación a su trazabilidad, sino también en lo que respecta a su salubridad. Al mismo tiempo, las crisis por las que ha atravesado la industria alimentaria, como la encefalopatía espongiforme bovina, comúnmente conocida como enfermedad de las vacas locas, la crisis del aceite de colza de la década de 1980 y, más recientemente, la del aceite de palma, nos han alertado gradualmente sobre los peligros del modelo dominante de producción, distribución y consumo.
Además de esto, los movimientos sociales que han surgido en torno al movimiento de alimentos ecológicos también han realizado un trabajo importante en la sensibilización. En definitiva, sabemos cada vez más sobre el modelo alimentario, lo que nos permite ser más críticos.
No obstante, como mencioné anteriormente, las políticas públicas locales juegan un papel decisivo. Cada región, cada ciudad, tiene que asegurar su soberanía para decidir qué modelo de consumo quiere para sí, tal y como ya han hecho Barcelona o Valencia. En cualquier caso, el camino que tenemos por delante es largo. Los intereses de la industria alimentaria mundial en mantener el control son muchos y obstaculizarán cualquier transformación. La conciencia pública, los movimientos sociales y las políticas públicas son los instrumentos clave.
En definitiva, el encierro dejará huella en algunas personas, que cambiarán su modelo de consumo, pero si queremos un cambio de escala, necesitamos el apoyo de las políticas públicas. Entre otras cosas, porque el consumo local tiene que ser inclusivo. Cuando el consumo de productos locales y ecológicos sea más económico, el modelo habrá cambiado.
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