El miércoles pasado, 24 de julio, se publicó el último informe de la ONU sobre el hambre y la nutrición, conocido coloquialmente como SOFI. Este informe ofrece cifras a nivel mundial, continental y nacional sobre los niveles de hambre crónica y malnutrición, profundiza en las causas profundas y tiene una segunda parte que suele centrarse en un tema concreto. Este año, el tema es la financiación para acabar con esta grave situación.
El hambre crónica es diferente del hambre aguda, que suele estar causada por crisis repentinas como guerras, sequías y/o catástrofes, y en la que las vidas o los medios de subsistencia corren un peligro inmediato. El hambre crónica es la subnutrición a largo plazo, es la más extendida y también puede provocar enfermedades crónicas.
El volumen de casi 300 páginas es una lectura aleccionadora, porque no vamos en la dirección correcta.
Los 10 puntos claves del informe serían los siguientes:
A nivel mundial, 1 de cada 11 personas, es decir, el 9% de la población total, se acostó con hambre en 2023. Sin embargo, hay variaciones regionales. En África, que cuenta con el mayor porcentaje de población que pasa hambre, esta cifra es de 1 de cada 5 personas. En Asia, es de 1 de cada 12.
Casi el 30% de la población - 2.330 millones de personas - padecía inseguridad alimentaria moderada o grave. Esto significa que tienen que comer menos o alimentos de menor calidad, o que se quedan sin comida y pasan un día entero o más sin comer.
El coste de una dieta nutritiva ha aumentado en todo el mundo desde 2017, el primer año para el que la FAO publicó estimaciones, y más de un tercio del mundo no podía permitirse comer de forma saludable. Las cifras absolutas han bajado un poco, de 2,87 millones en 2021 a 2,83 millones en 2022. Pero esto no es motivo de celebración, como comentaremos a continuación.
La obesidad adulta también sigue aumentando. Según nuevas estimaciones, ha pasado del 12,1% (591 millones de personas) en 2012 al 15,8% (881 millones de personas) en 2022. Según las proyecciones, en 2030 habrá más de 1.200 millones de personas obesas. Esto está afectando a casi todos los países del mundo, independientemente de su posición social, económica y política. En Europa, España y Francia son dos de los pocos países en los que se ha reducido el número absoluto de adultos obesos.
La anemia en mujeres de 15 a 49 años también aumentó, del 28,5% en 2012 al 29,9% en 2019.
Los conflictos, el cambio climático y los problemas económicos son los tres factores clave de esta situación.
Tres factores subyacentes y de larga data se suman al problema: la falta de acceso a dietas saludables y la imposibilidad de costearlas, entornos alimentarios poco saludables y una desigualdad elevada y persistente.
No hay fondos suficientes para abordar estos problemas. Solo el 34% de la ayuda oficial al desarrollo y otros flujos oficiales sobre seguridad alimentaria y nutrición entre 2017 y 2021 los abordaron.
Un total de 119 (63%) países de ingresos bajos y medios tienen una capacidad limitada o moderada de acceder a financiación para revertir la situación.
Por término medio, estos países tienen una mayor prevalencia de retraso en el crecimiento infantil y de hambre. También es probable que estén luchando contra uno o varios de los principales factores del hambre y la malnutrición.
El informe, como decíamos al principio, se centra este año en el tema de la financiación y, de hecho, pone en evidencia que sin grandes esfuerzos para dar prioridad a la inversión en seguridad alimentaria y nutrición, los objetivos para 2030 están fuera de nuestro alcance. En un escenario de recuperación «normal», es decir, sin nuevas guerras ni grandes crisis climáticas, calculamos que 582 millones de personas seguirán padeciendo hambre crónica en 2030.
Pero, ¿por qué es tan difícil calcular cuánto dinero se necesita realmente para acabar con el hambre (o mejorar la seguridad alimentaria)? ¿Cuál es la pregunta exacta la que se intenta responder? ¿Qué herramientas y enfoques utilizamos para calcular el coste?
El «qué»: qué intentamos costear y a qué objetivo: ODS2.1 y 2.1.1 en particular (es decir, hambre calórica), o algo más amplio, como en Ceres2030 (hambre + ingresos de los pequeños agricultores), ODS 2.3 + restricción de GEI para el ODS2.4, o impacto de la nutrición/diversidad dietética (para 2.4). Los distintos niveles de ambición conducen a cifras diferentes.
El «cuándo»: ¿De cuánto tiempo disponemos para alcanzar el objetivo? 15 años (de 2015 a 2030), 5 años (de 2025 a 2030), etc. Menos tiempo = más coste porque necesitamos concentrar las acciones, pero también utilizar soluciones subóptimas. Por ejemplo, tenemos que aumentar la producción de los pequeños agricultores. Si tenemos 1 año, la subvención de fertilizantes es un resultado inmediato. Si tenemos 10, los servicios de extensión son mejores. Si tenemos 20, invirtamos ahora en I+D que será útil dentro de 20 años.
El «cómo» - Qué espacio de intervenciones consideramos. Esto está directamente relacionado con nuestra capacidad para modelizar, medir y disponer de pruebas sobre las distintas acciones. Proporcionar mejores semillas a las personas productoras es una intervención bien documentada y relativamente fácil de integrar en un ejercicio de cálculo de costes. Reducir la corrupción en la contratación pública también es algo que debería ayudar a aumentar la «productividad» del gasto público, pero ¿cómo lo conseguimos, cómo calculamos el coste de un programa de «corrupción cero»? Lo mismo ocurre con los acuerdos comerciales y la integración: ¿cuál es el coste? Diferentes hipótesis conducen a cifras diferentes.
El «quién»: ¿quién paga? ¿El gobierno, el conjunto de la economía o los donantes externos? Cada estudio tiende a proporcionar una cifra para un público especial, para desencadenar sus acciones específicas. Diferentes estudios, diferentes objetivos, diferentes cifras.
El «dónde» - ¿Cuál es la cobertura por países de estas cifras: coste global o para países de renta baja, especialmente los que dependen de la ayuda exterior? Incluso en el caso del hambre, la cifra variará en gran medida debido a un país en particular: India. Sigue habiendo mucha gente que pasa hambre, pero no es realmente el centro de atención de los donantes internacionales, ya que cuenta con un amplio programa social autofinanciado para este fin, así como subvenciones agrícolas nacionales muy cuantiosas y bastante caras.
Las respuestas a cada una de estas preguntas definirán el alcance de las cifras y el nivel exacto. Por ello, es importante comprender los supuestos, y las limitaciones de los modelos y los números.
El informe señala que sólo el 34% del dinero que se destina actualmente a la seguridad alimentaria y la nutrición aborda las principales causas, como la sanidad, el apoyo a los gobiernos, la educación, las infraestructuras y la energía. También se dedica más dinero a acciones humanitarias (no limitadas a la seguridad alimentaria), y con la multiplicación de las crisis, esta categoría se amplía, desviando recursos que podrían invertirse en soluciones más estructurales/de desarrollo.
La seguridad alimentaria y la nutrición no son la primera prioridad de muchos donantes, y esto se refleja en la asignación presupuestaria. Por lo tanto, es importante abordar la posible disonancia entre las declaraciones de alto nivel y el gasto real.
Pero quizá lo más importante sea que podemos utilizar parte del otro 66% para fomentar la seguridad alimentaria y la nutrición. La forma en que gastemos el dinero en sanidad, infraestructuras o programas sociales podría realmente aportar mucho más a la seguridad alimentaria y la nutrición de lo que se hace actualmente.
Los tres problemas principales de la actual estructura de financiación para reducir el hambre y la desnutrición son:
Está muy fragmentada. Esto lleva a una falta de coordinación, y a demasiados proyectos e iniciativas pequeños que no permiten ampliar la escala. Sin una mejor gobernanza, será difícil utilizar de forma más eficiente el dinero que ya está disponible;
La fragmentación de las infraestructuras no ayudará a ampliar las inversiones. El nivel actual de financiación es insuficiente, pero nos costará utilizar más recursos con la infraestructura actual; y
Los mecanismos público-privados están aún en pañales y - siendo una cuestión compleja - se necesita mucho más. En comparación con otros sectores, especialmente la sanidad, el agroalimentario está impulsado por el sector privado. Cómo catalizar los esfuerzos y el gasto privados, desde los consumidores hasta los inversores, es un reto importante que hay que abordar, y también requiere soluciones específicas para este sector. Copiar y pegar soluciones de los sectores sanitario o energético, por ejemplo, no funcionará.
Para ello, son necesarias innovaciones financieras, como por ejemplo, utilizar dinero público para reducir el riesgo de algunas inversiones y para reorientar las inversiones privadas. La financiación climática es también otra gran oportunidad. El dinero invertido tanto en adaptación como en mitigación reportará beneficios triples (sociales, económicos y medioambientales) si se reorienta hacia nuestros sistemas agroalimentarios. Por último, movilizar más recursos a través de las compras de los consumidores representa grandes oportunidades. La correcta aplicación de conceptos como el ingreso digno podría contribuir a que los consumidores de los países de renta alta generen más ingresos para las comunidades rurales - a menudo muy pobres y con inseguridad alimentaria - y refuercen su desarrollo, concluyen algunos de los autores del informe.
En conclusión, el problema del hambre hoy en día no es qué hacer, sino la “escasa voluntad política” para dedicar suficiente atención política y recursos financieros a la lucha contra el hambre. La alimentación y una nutrición adecuada son la base sobre la que descansa la productividad mundial. Así que deberíamos reclasificar nuestras prioridades y convertirlas en el número uno, porque si se abordan, también se abordan los problemas de salud. La crisis del hambre es también una crisis sanitaria.
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